El poder es un juguete peligroso y delicado. Otras veces, una fruta exótica y adictiva. Para usarlo se requiere templanza y sagacidad, una distancia y destreza que brinda la experiencia y la humildad.
Por que el poder tiene eso, mal usado se revierte contra uno, se convierte en un arma de autodestrucción.
O de caricatura, transfigurando a los advenedizos en sus propias marionetas que en lugar de inspirar respeto, inspiran gracia o burla.
En las últimas semanas me he topado con dos personas, que obnubiladas por el poder que ostentan, a los cuales llegaron por un golpe infame del destino, creen poder manipular la realidad a su albedrío.
A veces lo consiguen, pero confrontados ante argumentos lógicos, su verdad no resiste el menor análisis cayéndose de su pedestal de barro.
Eso es lo que debemos hacer con estos aprendices de tiranuelos, confrontarlos para revelar su real altura, achatada por sus propias limitaciones. Una vez develados, deberían de convertirse en piezas prescindibles de este engranaje hospitalario y académico.